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Rafael Antonio Bielsa

Miércoles 6 Julio 2005
Discurso de inauguración de la muestra
Muestra "Instantáneas de un genocidio" (ciudad de Santa Fe)

Estimado embajador de la República Federal de Alemania, Dr. Rolf Shumacher,
Estimado embajador de la República de Polonia, Dr. Slawomir Ratajski,
Estimado gobernador de la Provincia de Santa Fe, ingeniero Jorge Obeid,
Querida hermana, vicegobernadora de la provincia de Santa Fe, arquitecta María Eugenia Bielsa,

Estimados presentes:

Según ha sido dicho, la memoria es un país extraño.

Por ello, hacer memoria frente al holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial -un fuerte desafío intelectual y moral-, nos sumerge en un extraño país, el país de los corazones que pensaron las razones de lo que no tenía razón de ser.

Porque conocemos los hechos.

Están ahí.

Allí están las fotos, las escenas conmovedoras, el horror retratado, el escándalo moral.

Pero los hechos, por muy trágicos que sean, no son al cabo más que objetos.

Los hechos no le alcanzan a la condición humana para explicarse nada.

Sólo le dan testimonio.

En su da-sein, en su carácter de cosas, en su estar ahí, abruman de horror al mismo tiempo que obnubilan el entendimiento.

Por tanto, a los hechos hay que darles su sentido, explicarlos, situarlos, hacerlos inteligibles. La comprensión es uno de los modos que ha desarrollado el hombre para hacer tolerable lo inconcebible.

Hay que hacerlos humanos, darles un sentido histórico, hay que ponerlos en perspectiva.

Porque no hay -nunca la hay y menos frente al desmesurado horror- historia objetiva.

Hay historiadores situados, seres humanos con posturas, lectores educados de algún modo, ciudadanos impactados por cierto pasado reciente.

De lo contrario, todos seríamos como Funes el memorioso, el prodigioso personaje de Borges que todo lo recordaba, que fijaba automáticamente todo lo que leía en su mente, pero no podía entender porque no podía pensar.

El holocausto nazi consistió en la aniquilación sistemática y burocrática, insisto, sistemática y burocrática, es decir ordenada, organizada, calculada, sopesada, evaluada, de seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

En 1933, casi nueve millones de judíos vivían en los 21 países de Europa que fueron escenario de la guerra.

Para 1945, dos de cada tres judíos habían sido asesinados, junto a 250 mil gitanos y miles de homosexuales y otras minorías étnicas, religiosas o sociales.

Más de tres millones de prisioneros de guerra soviéticos fueron asesinados por su nacionalidad, así como dos millones de polacos perecieron a causa de trabajos forzados.

El Tercer Reich, destinado a durar 1.000 años, se extendió por algo más de 12 entre enero de 1933 y abril de 1945.

La funesta obsesión nazi por el exterminio de la raza judía es tan evidente como temprana, ya que el 30 de enero de 1933 el presidente Hinderburg nombra al líder del Partido Obrero Alemán Nacional Socialista Adolf Hitler, como Canciller o Primer Ministro, mientras que el 23 de marzo se establece el primer Campo de Concentración en Dachau.

¿Cómo lo hicieron? ¿por qué lo hicieron? Y sobre todo, ¿para qué lo hicieron?

Heidegger, al cerrar su discurso del rectorado, dijo: "todo lo grande está en medio de la tempestad". Y quienes lo escuchaban, lo más culto y lo más granado de la filosofía europea de su tiempo, elevaron sus brazos jubilosos y glorificaron al maestro de alemania. ¿es justo culpar a la filosofía de la impiedad de aquellos tiempos? ¿fue ella o las rugosidades de la historia a quienes debemos hacer responsable por lo que siguió?

Un intenso debate entre corrientes historiográficas posbélicas intenta dar cuenta de tanta irracionalidad, busca encontrar un sentido al sinsentido.

Para los "intencionalistas", Hitler juega un papel fundamental, situado en un escenario proclive al exterminio, desarrollando un plan minuciosamente preestablecido.

Los "funcionalistas", en cambio, disminuyen el papel determinante del Führer, consideran al régimen como una "policracia" y sostienen que en el origen y la legitimación de la masacre fueron determinantes las circunstancias económicas y políticas de la República de Weimar, así como la evolución del frente militar.

Insólitamente, existe también una corriente historiográfica "negacionista" -más elegantemente autodenominada "revisionista"- que intenta la imposible tarea de negar lo sucedido.

Cada tanto, otro debate intelectual y político atraviesa el planeta, buscando dar cuenta del horror, como el derivado de la publicación de "Los verdugos voluntarios de Hitler".

Recientemente, el Debate Goldhagen demostró que no está cerrada la polémica histórica acerca del papel jugado por la población, por los "alemanes corrientes" de entonces y el sentido común impregnado de antisemitismo que circulaba por la Alemania y la Europa de esa época. Tampoco en nuestro país está cauterizada la pregunta acerca de en qué modo el "argentino corriente" consintió la masacre del gobierno de las juntas. Estamos hablando de la banalidad del mal, estamos hablando de la condición humana.

Hay un elemento central para comprender lo que sucedió, más allá de la crisis de la República de Weimar, en medio de invocaciones germánicas, alternativas nacionalistas y conspiraciones de la alta burguesía.

Ese elemento es el odio. El uso político del odio. El odio como elemento abroquelante. El odio como instrumento de vehiculización de frustraciones. El odio como síntoma de temor, de desprecio, de connotación peyorativa, de incapacidad para comprender lo distinto, para concebir la alteridad, la diferencia.

El odio funcional al pangermanismo, al Lebensraum.

Dieter Müller, personaje central de "La sombra de Heidegger", la reciente novela de Feinmann sobre el nazismo, le cuenta a su hijo la evolución del miedo y del odio.

"Un régimen que une a un pueblo y a un Führer necesita, para unirse, algo o alguien a quien odiar. Necesita un otro demoníaco. El otro demoníaco del nacionalsocialismo (tan complejo al inicio: el Tratado de Versalles, los traidores socialdemócratas, los bolcheviques, la Rusia revolucionaria, el cosmopolitismo decadente de Weimar, las finanzas, los mercaderes judíos que se devoraban el país), el otro demoníaco, decía, se fue simplificando hasta expresarse en una cifra única y monstruosa: el otro demoníaco es el judío".

Para dar cuenta de ese odio, para dar cuenta del dolor, para mencionar el horror, nos encontramos también con los límites del lenguaje.

Como afirma Primo Levi en Si esto es un hombre, decir "frío", "hambre", "sueño", "invierno", "miedo", "dolor", no se corresponde con la sensación que podemos tener cuando faltaba comida o con la manera de tener frío en el Campo de Concentración.

"Son palabras que han sido creadas por y para hombres libres que viven en su casa", dice Levi. "El horror debería tener su propio lenguaje, porque el material que disponemos viene de afuera de los campos y no nos alcanza".

Etty Hillesum, la holandesa concentrada en Westerbork, el campamento de paso hacia los Campos de Exterminio de Alemania y Polonia, escribe a su padre Han: "solamente un breve saludo. Escribir desde aquí es imposible, no por falta de tiempo, sino por exceso de estremecimientos".

Por eso citamos las palabras de Paul Celán, escritor rumano quien perdió a sus padres en un Campo de Concentración y padeció trabajos forzados, quien refiere al hambre de los campos así:

"Leche negra del alba la bebemos de tarde.
La bebemos al medio día y de mañana la bebemos de noche.
Bebemos y bebemos.
Cavamos una tumba en los aires: allí no hay estrechez".
¿Se puede escribir poesía después de Auschwitz? Se lo preguntó la filosofía de posguerra.

Nosotros, hoy, ayudados por la belleza, vamos en busca de la memoria.

Construimos la memoria, arduamente, laboriosamente. Porque tener memoria implica cierta terquedad, requiere cierta obstinación, cierta obsesión, cierto arrojo, cierta -vaya palabra- incertidumbre.

Porque la memoria no es automática, no es un dato de la biología.

La memoria, como el olvido, se construye obstinadamente, conscientemente, cotidianamente, humanamente.

Es que una tradición requiere de trabajos y de días.

Tradición refiere a tradere -tesoro-.

La memoria se atesora y se pasa de generación en generación, como una antorcha ética, como un plato de comida caliente, como el amor.

La memoria se trama, la memoria se teje, se hereda, se aumenta.

No hay manera de escapar a la cotidiana relevancia de los días previos.

Borges, que lo dijo todo, nos recuerda en Everness la presencia implacable del pasado en nuestras vidas:

"Sólo una cosa no hay: es el olvido.
Dios que salva el metal salva la escoria,
Y cifra en su profética memoria,
Las lunas que serán y las que han sido".

Conjuramos el olvido también aquí, en un país que miró para el otro lado frente a los horrores propios y los ajenos.

Sólo unos pocos "locos" y unas pocas "locas" se aferraron a las fotos queridas y señalaron con sus dedos el tamaño del dolor.

Porque alguna vez despreciamos, censuramos, condenamos, abjuramos, postergamos, ocultamos. Por eso tenemos que dedicarnos a recordar con delectación de artistas, con goce de éxtasis.

La memoria es una red que nos une, un tejido que nos sostiene, que nos conecta de un modo especial.

Con colores distintos, con figuras en cada país, en cada época.

La memoria nos salva, nos hace personas, nos convoca, nos junta para siempre, nos cambia la vida y la indiferencia.

La memoria bautiza de nuevo a los sufridos, a los fusilados, a los gaseados, a los mutilados, a los incinerados.

La memoria sosiega a los niños, nombra a los muertos, protege a las mujeres, cuida de los ancianos.

La memoria es más fuerte que el miedo. La memoria es más fuerte que la muerte. Y si no fuese así, basta con mirar a nuestro lado.

Aquí estamos, juntos, conmovidos, en este acto de comunión colectiva.

Nada más y nada menos que liberando a seres humanos, como nosotros, de la muerte que jamás pensaron morir.

Muchas gracias.